Hace poco tiempo, Claravox estrenaba disco de rarezas y temas olvidados (OHA!) y preparaba la edición de la banda de sonido del nuevo corto de la cineasta Dolores Esteve. Sin embargo, a poco menos de un año de su edición, su último disco de canciones originales -el cuarto en la breve pero intensa historia del grupo- todavía sigue vigente en su propia deformidad y representa en alta fidelidad la actualidad de una banda dividida geográficamente (mitad en Córdoba, mitad en Alemania) pero unida en espíritu y en vocación.
Y hay más. La Tierra de los Reyes con Cohetes Llameantes (2012) es un disco conceptual. Su temática central, la de los reptilianos y la dinastía Annunaki (“alienígenas-humanos que planifican la eliminación paulatina del hombre”). No obstante, hay otra línea discursiva que recorre la totalidad de las canciones y es aquella que habla de la mutación interna de un proyecto como el de Claravox, que supo ser cuarteto y trío pero que, desde hace algunos años, está definitivamente establecido como un dúo multiforme y ecléctico a cargo de Martín Rigatuso y Facundo Rotela.
Alejados de la vertiente post-rock de su formación original -presente en sus dos primeros discos-, hoy los Claravox miran hacia adentro y, a través de la expresión pura del ruido y la distorsión, remiten al punk que los hizo crecer como músicos y como personas. Sin embargo, el espíritu de experimentación no ha caducado. Por eso, en medio del caos hay también lugar para la búsqueda de sonidos y texturas desde diferentes ópticas, con instrumentos poco conocidos/convencionales y lenguajes (poéticos y musicales) en principio ajenos.
De eso se trata, entonces, La Tierra de los Reyes con Cohetes Llameantes. Sin dudas, un disco que se aleja de lo común y de lo corriente y amplía los horizontes mismos de la banda. Porque, si bien es cierto que la furia de las guitarras y el ímpetu de la batería siguen funcionando como el núcleo creativo de Rigatuso y Rotela (“Nerv nicht Nephilim”, “Ángela escamas”, “Niño Reptil”), son varios los momentos en los que los Claravox juegan con su propia identidad y se animan a dejar su huella en distintas tipologías de canción.
Así, dentro de ese contexto de fluidez creativa, pasajes instrumentales y coplas con referencias a My Bloody Valentine y a Atahualpa Yupanqui se mezclan con arreglos más cercanos a la línea de la banda -la exageración de las dinámicas en “Ich bin Johnny” o la batería electrónica de “Cementerio Reptiliano”-. Sin embargo, la distancia prácticamente no se percibe. Todo está teñido por el mismo espíritu cuasi adolescente que destila el dúo a lo largo de todo álbum. Como si todo esto fuera, todavía, el inicio de Claravox. O, aún mejor, como si sus integrantes hubieran vuelto a nacer y estuvieran dispuestos a todo.
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