El lugar perdido




Cuando en diciembre de 2000 Billy Corgan anunció la separación definitiva de los Smashing Pumpkins, uno de los motivos esgrimidos por el líder de la banda radicaba en la imposibilidad de lidiar con el status-quo de la industria musical de aquellos años. Corgan, que acarreaba una diferencia irreconciliable con su discográfica -la cual no le había permitido editar el ambicioso proyecto que inauguraría la era de las descargas libres vía Internet: MachinaII/The Friends And The Enemies Of Modern Music-, era considerado como uno de los compositores más ambiciosos de la década del ’90; sin embargo, decía, no podía seguir peleando en iguales condiciones contra “las Britneys del mundo”. Grandilocuente como pocos, el auténtico alma máter de los Pumpkins elegía salirse del camino para que su obra hablara por si misma, como un testimonio de una época “perdida” ante los embates del mercado y las nuevas tendencias del entretenimiento adolescente.

A más de una década de ese martirio público, Corgan pareciera haber dejado bastante credibilidad (y legitimidad) en el camino. Después de lo que significaron sus experimentos catárticos con Zwan y una trunca carrera solista -ambos con momentos interesantes y, fundamentalmente, confirmadores de la identidad camaleónica de su creador-, Corgan decidió que los Smashing Pumpkins debían volver y reclamar su lugar en la historia reciente del rock. Aún así, poco después del retorno pomposo pero artificial que significó la reunión entre el cantante-guitarrista-compositor y el baterista Jimmy Chamberlin, los Pumpkins dejaron de ocupar un lugar de peso en la cultura popular global. Si a finales de los '90 podían sostenerse como uno de los bastiones de la alternatividad resultante del fenómeno Nirvana y lograban combinar sus millonarias ventas con proyectos ambiciosos y colaboraciones con artistas de diversa índole; luego de la edición de un nuevo álbum todo eso cambió radicalmente, al menos en términos simbólicos. De esta manera, a partir de Zeitgeist (2007), Corgan inició una búsqueda retrospectiva que, anclada en el enojo y la nostalgia, fue incapaz de interpretar y desafiar la música de un nuevo tiempo y, desde ese momento, la banda comenzó a protagonizar una autoparodia permanente para terminar siendo asociada a un conservadurismo estilístico que poco tenía que ver con su legado.

Sin embargo, esa relación ambivalente con los avatares de la industria musical es algo más que una simple contingencia. Se trata, en verdad, de una variable que atraviesa la discografía del grupo y continúa siendo un factor fundamental en su actual reencarnación. Después de Zeitgeist, Corgan resolvió no volver a editar un álbum en sentido estricto, aduciendo el cambio de hábito generado en la escucha a partir de la digitalización de la música y el advenimiento del mp3 como formato dominante. A partir de esa decisión, surgió la idea de un disco a largo plazo, con ediciones parciales de singles y EP’s que terminarían dando forma en un monumental box set de cuarenta y cuatro canciones titulado Teargarden By Kaleidyscope. Pero luego de dos años de micro-lanzamientos, Corgan -a esta altura, único miembro original de la banda- anunció la salida de “un álbum dentro de un álbum” que, si bien seguía respondiendo al concepto original del megaproyecto, significaba una nueva vuelta atrás en esta dinámica de acción/reacción que caracteriza a los Smashing Pumpkins desde hace tiempo.

Por eso, no llama la atención que Oceania haya sido presentado sin adelantos, como un disco que debe escucharse en su totalidad y, fundamentalmente, como un nuevo despertar en la carrera de la banda. De todas formas, más allá de las palabras, el álbum se encarga de mostrar las contradicciones que, más que nunca, invaden la obra reciente de los Pumpkins y la distancian definitivamente de sus primeros años. Ejemplo: si bien la distorsión punzante, las dinámicas de volumen y la detonación múltiple de los cuerpos de la batería en “Quasar” y “Panopticon” remiten a la época de Gish (1991) y, en menor medida, a Siamese Dream (1993), la forma de pensar los roles instrumentales es otra. A diferencia de esos discos, donde todo se percibía como una unidad y la base constituía, precisamente, una pared sobre la que se dibujaban las texturas planteadas entre los guitarristas, Oceania privilegia la expresividad individual de una guitarra líder, asimilable a la figura de Corgan y su megalomanía siempre creciente Por ende, más allá del intento de mostrar una nueva unidad grupal, tanto los arreglos como los riffs con notas octavadas (en “The Chimera”, “Inkless” o “Glissandra”) aparecen en primer plano, a la par de la voz, y la banda como entidad queda relegada a una idea ficticia que, en definitiva, no termina de plasmarse en la arquitectura sonora de gran parte del disco.

Igualmente, gracias a ese puñado de canciones fuertes, el álbum consigue mostrar cierta frescura y resulta revitalizante al menos en relación al pasado inmediato de la banda (o los resabios de la misma). De hecho, lo primero que sorprende es que, si bien está más cerca de Zeitgeist que de otros discos anteriores en términos de sonido y producción, Oceania emite otro tipo de sensaciones. Sin caer en la religiosidad y el optimismo sedado de Zwan, el álbum refracta un sentimiento general de bienestar y armonía que se deduce, también, del color de las melodías y de la materialidad de las guitarras acústicas, los coros y los sintetizadores que definen al resto de las canciones. No obstante, esa animosidad trae aparejados ciertos guiños a una estética afianzada no sólo por bandas como U2, Coldplay o The Killers, sino también por íconos adolescentes como los Jonas Brothers y el resto de la generación Disney. Por lo tanto, el carácter épico y monumental que caracterizaba a Corgan como productor y arreglador deja de ser un rasgo particular de su música para quedar enlazado a un sonido de época que poco tiene que ver con la imagen construida por los Pumpkins durante los años ‘90.

De todos modos, no se trata de una mera casualidad. Más allá del espíritu efectista de canciones como “Pinwheels”, “One Diamond, One Heart” o “Pale Horse”, el disco en general -desde lo musical pero también desde lo lírico- suena anestesiado, inofensivo, incapaz de constituirse como una alternativa auténtica. Más allá de algunos momentos capaces de generar empatía, todo parece encajar perfectamente en los cánones de un mercado que ha sabido incorporar gestos propios de la cultura rock para ampliar su poder de influencia. Incluso las canciones más potentes parecen diseñadas en función de una lógica hollywoodense y espectacular, propia de las grandes producciones. Por eso, a partir de una ola de reminiscencias a gran parte del pop industrial al que Corgan supo combatir hace ya varios años, Oceania se ubica en las antípodas de la obra anterior de los Smashing Pumpkins y, al mismo tiempo, muestra la traumática ambivalencia de un artista que, en sólo una década, ha cambiado radicalmente su posición dentro del negocio de la música

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