Tomás canta, grita, se ríe. Baila con la gracia propia de un casamiento; en ese límite difuso entre el ridículo asumido y la diversión genuina, pero sabiéndose soberano, con la certeza de que cada uno de sus movimientos es seguido por cientos de miradas que sirven de cómplices para ese festejo. Hace tiempo dejó apoyada la guitarra y decidió instalarse al borde del escenario para improvisar pasos coreográficos y arengar al público. Lo disfruta, se le nota. Levanta los brazos peronísticamente y se regocija con la aclamación popular. Por eso, por momentos, Tomás me hace acordar a Sandro, el gitano. Su camisa y su saco aportan a la imagen pero, gracias a algunos pasajes de sus canciones, su actitud y su forma de interactuar con sus espectadores, él logra corporizar ese espíritu por mérito propio. Aún así, son las cuatro de la mañana y el show que está terminando es el de Banda de Turistas. Y, sin embargo, esa sensación y esa asociación parecen absolutamente coherentes con todo lo que está pasando arriba y abajo del escenario.
La gente, a primera vista, parece conforme. La excitación flota en el aire y se materializa en el calor del ambiente de Casa Babylon. Se percibe instantáneamente: son muchas las mujeres que todavía siguen hipnotizadas con la banda en general y con Bruno -sus movimientos, sus caras, su actitud- en particular. El bajista es, sin dudas, el imán de atracción de un grupo que sabe a lo que juega y lo demuestra en el escenario. Su displicencia para tocar es directamente proporcional a su capacidad para habitar musicalmente el espacio y construir, desde su instinto melódico, el ritmo que se hace carne en todos los presentes. Pero, además, maneja su cuerpo y sus gestos como si fueran otro instrumento más. Por eso, cuando canta, cuando toca o cuando habla, este muchacho es capaz de generar una tensión sexual imposible de ignorar. Ya sea a través del recorrido de sus manos sobre el mástil o con la forma en la que imposta su voz. Casi naturalmente. En cualquier momento y circunstancia, él es centro de atención -y atracción- y se encarga de capitalizarlo en forma de espectáculo, de exhibición.
De hecho, junto al baterista -Guido-, Bruno forma la sección más llamativa de Banda de Turistas, aquella que sostiene el peso de las canciones y aporta una fluidez fundamental a la propuesta estética del grupo. Sin embargo, ese es un aspecto que no llega a apreciarse del todo en esta noche de viernes. A lo largo del show, el volumen atenta continuamente contra el disfrute de la música y, como consecuencia, son varias las ocasiones en las que la definición de las frecuencias graves se pierde entre la confusión de armónicos de batería y efectos de teclado. De a poco, la claridad desaparece y, al final de la noche, lo que se mantiene es una potencia que no se justifica por lo que pasa sobre el escenario. El volumen está alto porque tiene que estar alto. Así, todo lo que suena se transforma lentamente en una bola de ruido en la que los matices se desvanecen por completo y las virtudes de la banda quedan opacadas. Las guitarras bajas y el sintetizador excesivamente alto completan el panorama. Nada parece estar en el lugar correspondiente pero, por sobre todo, nada puede apreciarse como está pensado.
De todas formas, con esta actuación Banda de Turistas demuestra que ha empezado a ver las cosas de otra manera. Apenas dos meses atrás, la banda había pisado ese mismo escenario pero el contexto era otro. Volvían a Córdoba después de casi dos años y compartían cartel con Nairobi y Altocamet, en el comienzo de una gira por el noroeste argentino. Tocaron temprano. Abrieron la noche y ofrecieron un show corto y certero, con el acento puesto en la instantaneidad de sus nuevas (y viejas) canciones. No obstante, el espíritu de aquella noche parece haberse hecho más explícito con el correr de los días. Hoy, Banda de Turistas se asume definitivamente como una banda que elige hacer “canciones más rockeras, con letras simples, accesibles a una primera escucha”. Por eso, quizás, las versiones en vivo han dejado de lado ciertos detalles propios de los primeros dos discos del quinteto y han comenzado a priorizar otros aspectos. Son más espontáneas, más directas, pero también más desalineadas y con un nivel de sutileza mucho menor. Sucias, desprolijas. Como la canción que eligen revisitar para marcar el momento que atraviesa la música del grupo.
Seguramente, esta elección encuentra su origen en la dirección tomada por la banda en su último álbum. El reciente Ya (2012) es, fiel a su título, un compendio de gestos que aboga por el presente inmediato. Despabilado, distorsivo, directo, deja de lado gran parte de los mundos abarcados anteriormente (en lo musical y en lo lírico) por Banda de Turistas y se sumerge en la simpleza de canciones a base de riffs de guitarras y estribillos para compartir. Producido por los Babasónicos Diego Tuñón y Diego Uma, el disco es más filoso y menos pretencioso y por momentos tiene ciertas reminiscencias al Some Girls (1978) de los Rolling Stones. Gracias a eso, y a pesar de que la sombra babasónica se convierta en una presencia ineludible y termine coartando el caudal creativo evidenciado en los discos anteriores de la banda, este nuevo álbum logra lo que se propone. Frente a la calidez psicodélica de Mágico Corazón Radiofónico (2008) y a la impronta rítmica de El Retorno (2009), Ya prioriza climas menos encumbrados, desencripta los lenguajes y refuerza el imaginario pop que el grupo explícitamente busca conquistar.
Por eso, no llama la atención el criterio para armar la lista de temas para el show de Casa Babylon. Con apenas dos presencias de El Retorno y haciendo hincapié en los momentos más densos y pesados del primer disco, las canciones de Ya toman el protagonismo que vienen a buscar. “Amigos” y “Cada día” son, probablemente, las más celebradas y, también, las mejores. De todas formas, en cada una de ellas -“Decepciones”, “El comemundos”, “Arriba del tigre”-, la sensación es la misma: el sonido de Banda de Turistas ha cambiado, se ha hecho más plano y ha perdido bastante de la profundidad que caracterizaba a la música del grupo. Pero las versiones de “Todo mío el otoño” y “Lo comandas” -esos pequeños grandes hits acuñados por la banda- terminan de cerrar esa idea. Ambas, interminables, con vueltas repetidas una y otra vez, sirven para que Tomás cante, grite, se ría y, además, abra el micrófono e incentive al canto colectivo. Como si el sentido último de esas canciones pasara por ese momento. Ese momento en el cual se convierten en parte de una celebración común. Arriba y abajo del escenario.
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